Pedro Urdemales le había patraquiado a un viajero unas dos onzas de oro, que cambió en moneditas de a cuartillo. Más de mil le dieron, recién acuñadas, y tan limpiecitas que brillaban como un sol. Con un clavito le abrió un portillito a cada una y pasándoles una hebra de hilo, las fue colgando de las ramas de un árbol, como si fueran frutas del mismo árbol. Los cuartillos relumbraban que daba gusto verlos.
Un caballero que venía por m camino que por ahí cerca pasaba, vio desde lejos una cosa que brillaba, y metiéndole espuelas al caballo, se acercó a ver qué era. Se quedó con la boca abierta mirando aquella maravilla, porque nunca había visto árboles que diesen plata.
Pedro Urdemales estaba sentado en el suelo, afirmado contra el árbol. El caballero le preguntó:
— Dígame, compadre, ¿qué arbolito es éste?
— Este arbolito, le contestó Pedro, es el Árbol de la Plata.
— Amigo, véndame una patillita para plantarla; le daré cien pesos por ella.
— Mire, patroncito le dijo Urdemales, ¿pa' qué lo engaño? Las patillas de este árbol no brotan.
— Véndame, entonces, el árbol entero; le daré hasta mil pesos por él.
— Pero, patrón, ¿que me ha visto las canillas? ¿Cómo se figura que por mil pesos le voy a dar un árbol que en un año solo me produce mucho más que eso?
Entonces el caballero le dijo:
— Cinco mil pesos te daré por él.
— No, patroncito, ¿se imagina su mercé que por cinco mil pesos le voy a dar esta brevita? Si me diera la tontera por venderla, no la dejaría en menos de diez mil pesos; sí, señor, en diez mil pesos, ni un chico menos, y esto por ser a usté .
Dio el caballero los diez mil pesos y se fue muy contento con el arbolito. Pero en su casa vino a conocer el engaño, y le dio tanta rabia que se le hacia chica la boca para echarle maldiciones al pillo que lo había hecho leso.
Mientras tanto, Pedro Urdemales se había ido a remoler los diez mil pesos.
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