Una de las tantas cuevas del Chivato, existió al pie de un cerro de la ciudad de Valparaíso, y dicen que era honda como la eternidad. Esta cueva estaba situada en el centro de la población.
Los habitantes de Valparaíso sabían que había dado a la cueva su nombre y mucha celebridad cierto chivato monstruoso que, por la noche, salía de ella para atrapar a cuantos por ahí pasaban. Era fama que nadie podía resistir a las fuerzas hercúleas de aquel feroz animal y que todos los que caían en sus cuernos eran zampuzados en los antros de la cueva, donde los volvía Imbunches si no querían correr ciertos riesgos para llegar a desencantar a una muchacha que el chivo tenía embrujada en lo más apartado de su vivienda.
Los que se arriesgaban a correr aquellos peligros tenían que combatir primero con una sierpe que se les subía por las piernas y se les enroscaba en la cintura, en los brazos y la garganta, y los besaba en la boca; después tenían que habérselas con una tropa de carneros que los topaban atajándoles el paso, hasta rendirlos, y si triunfaban en esta prueba, tenían que atravesar por entre cuervos que les sacaban los ojos, por entre soldados que les pinchaban. De consiguiente, ninguno acababa la tarea y todos se declaraban vencidos antes de llegar a penetrar en el encanto. Entonces no les quedaba más arbitrio para conservar la vida, que dejarse imbunchar, y resignarse a vivir para siempre como súbditos del famoso chivato, que dominaba allí con voluntad soberana y absoluta.
Lo cierto es que nadie volvía de la cueva a contar lo que acontecía, y que casi no había familia que no lamentara la pérdida de algún pariente en la cueva, ni madre que no llorase a un hijito robado y vuelto imbunche por el chivato, pues es de saber que éste no se limitaba a conquistar vasallos entre los transeúntes, sino que se extendía hasta robarse todos los niños malparados que encontraba en la ciudad.
Unos diablos, una tarde calurosa, se despojaron de sus ropas para entregarse al sueño. Pero aconteció que pasó un joven de apuesta figura y pudo observar con gran admiración que sus cuerpos carecían de carne y se les podía ver y contar las costillas.
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